El camino a la
catástrofe
La
tragedia del Ambato expuso con cruel crudeza las consecuencias que pueden
derivar de la improvisación...
La
tragedia del Ambato expuso con cruel crudeza las consecuencias que pueden
derivar de la improvisación y la demagogia en la administración de los recursos
públicos.
La
priorización de obras impactantes y espectaculares persigue el objetivo de
captar votos en detrimento de lo necesario y urgente. Lo inconveniente de este
criterio cortoplacista está largamente demostrado en Catamarca, provincia que
ha tributado millones de pesos, por ejemplo, a un megaestadio de fútbol o una
hostería que nadie ocupa en la cordillera de los Andes, pero carece de
infraestructura energética e hídrica aceptable.
Se
gasta en lo que se ve, porque se supone que se vota en función de eso. Lo que
no se ve, lo que no ha de tener efectos sensacionales inmediatos en el
electorado, no merece mayores esfuerzos presupuestarios. Bajo tal concepción se
han inaugurado numerosas obras faraónicas, planteadas por el gobernante de turno
como históricas y determinantes para el progreso local, que en realidad
significaron el retaceo de recursos a lo esencial.
Las
derivaciones de este miope principio rector de los gobiernos, que se habían
venido experimentando en el deterioro de la calidad de vida, mutaron el jueves
23 de enero al desastre. Aluviones de lodo y piedra precipitados por la cuenca
que nace en el Manchao, el pico más alto de la cadena del Ambato, arrasaron El
Rodeo y Siján, en Pomán, con el tétrico saldo de 12 muertes hasta ahora.
Las
explicaciones que estriban sólo en lo extraordinario del fenómeno natural son
de una insuficiencia patética. La misma cuenca había sentado precedentes de su
poderío, sin que esto se tradujera en mínimas previsiones para las nada
extrañas crecidas. En la edición de hoy (ver páginas 2-3) se da cuenta de un
informe de la Universidad Nacional de Córdoba fechado en agosto de 2000 –hace
casi 14 años- que advirtió sobre la peligrosidad de la situación de El Rodeo,
informe que se sumó entonces a extendidas opiniones coincidentes de rodeínos y
veraneantes.
Como
nada se hizo, como se insistió en localizar el camping rodeíno en el mismo
lugar donde ya había sido devastado, como ni siquiera se estructuró un sistema
de alarmas tempranas para las crecidas, como no se organizaron recorridas
periódicas para detectar en los cauces la formación de los embalses naturales
que precipitan los aluviones cuando revientan, resulta injusto culpar a la
suerte por lo ocurrido.
El
camino hacia la catástrofe se transitó irresponsablemente. Los catamarqueños no
sufren por simple infortunio, sino por la construcción de las condiciones para
la tragedia. Nada es gratis.
“¿Qué
quieren que le haga?”
Si
algún provecho puede extraerse del dolor, es el de modificar las conductas que
contribuyeron a provocarlo.
En
El Rodeo, las críticas se concentran en el puente llamado “del mástil”, que
colapsó con la creciente y, al parecer, dirigió el alud hacia la zona de la
Hostería Villafáñez, por el cauce natural del río. Los puentes de la villa ambataña
tienen capacidad para canalizar 200 metros cúbicos de agua por segundo; el alud
los sacudió con 500 metros cúbicos de agua y escombro por segundo, más del
doble.
En
Siján, a horas de que se produjera el alud, se habló de la obra río arriba de
un azud nivelador para toma de agua, que se habría iniciado a pesar de las
recomendaciones de los lugareños en contra de hacer movimientos de suelo allí
en temporada de crecientes.
Cualquier
conclusión sería en este momento prematura. Hace falta un estudio profundo de
lo ocurrido para saber a ciencia cierta si la intervención humana en los ríos
agravó los efectos destructivos de la furia desatada de los elementos. No es
posible por ahora emitir juicios definitivos, sean éstos condenatorios o
absolutorios.
Sí
están claras, en cambio, las omisiones, increíbles en una provincia que es pura
montaña. No puede negarse que se permitió la construcción de viviendas sobre el
cauce del río, ni que se instaló un camping expuesto a las crecientes, ni que
no existe el sistema de alarmas tempranas en una cuenca que fluye casi a pique
desde la cima más alta del cordón ambateño.
El
intendente de El Rodeo, Félix Casas Doering, cometió unas declaraciones
antológicas por su síntesis. Confesó que, pese a que está prohibido pernoctar
en el camping, no hizo nada para impedirlo porque los acampantes se negaban a
acatar sus sugerencias. Es decir: el intendente no utilizó el poder de policía
que tiene para hacer cumplir las normas de su comuna. Se excusó: “No se los
puede detener, porque quizás alguno tiene un pariente en la política, sacan la
chapa y dicen ‘no me toqués’. Lo saque o no, ya depende de la policía y no del
municipio”.
Nótese
el sensato orden de prioridades del intendente sobre un asunto que hace a la
seguridad pública de su comuna. La eventual relación con alguien de “la
política” proporciona impunidad a los infractores en El Rodeo. De semejante
línea de razonamiento, surge lógico el corolario de lo que pasará a la historia
de la filosofía como el “teorema de Casas Doering”: “Chocamos con que la gente
es muy imprudente y no le importa nada. Cuando suceden las cosas recién le
importa ¿Qué quieren que le haga?”
Grotesco,
pero no tanto
El
“teorema de Casas Doering” puede parecer grotesco, pero resume toda una
idiosincrasia. Es más cómodo y rentable electoralmente no incordiar con el
cumplimiento de normativas que preservar la seguridad, como rinde más gastar
millones en obras faraónicas para impresionar al zonzaje que invertir en
infraestructura básica. Y cuando pasa algo grave, cuando las lamentables
consecuencias de esta mediocre concepción se hacen sentir, en ocasiones con la
brutalidad de lo ocurrido en El Rodeo y Siján, pues… “¿qué quieren que le
haga?”: así son las cosas, los caminos del Señor son inescrutables, el destino
está empeñado en deshacer.
La
desidia, la improvisación, la demagogia y las corruptelas constituyen una
peligrosa combinación.
Después
de la tragedia del Ambato, en la columna Cara y Cruz de este diario se abordó
la necesidad de una reflexión sobre lo acontecido. “Queda el acre sabor de la
impotencia, más intenso por la duda, que atormenta como un remordimiento: ¿los
funestos aludes fueron una fatalidad o habría podido hacerse algo para
evitarlos y prevenirlos?”
Aunque
la reflexión deba aún profundizarse, la pregunta ya tiene su respuesta.
CAJONES
Las
explicaciones que estriban sólo en lo extraordinario del fenómeno natural son
de una insuficiencia patética.
Si
algún provecho puede extraerse del dolor, es el de modificar las conductas que
contribuyeron a provocarlo.